jueves, julio 22, 2010

¿Fue el franquismo un fascismo?

Pedro A. García Bilbao. Sociología Crítica, - 21 Julio 2010

He aquí una de las cuestiones más polémicas en las discusiones sobre la naturaleza de la dictadura implantada por la guerra civil española

¿Fue el franquismo un fascismo? He aquí una de las cuestiones más polémicas en las discusiones sobre la naturaleza de la dictadura implantada por la guerra civil española. Buena parte de los acercamientos a este problema vienen con una finalidad ideológica, ideológica en el sentido de justificar o legitimar una impostura, la de que el régimen de Franco fue «necesario» y en última instancia el que construyó las bases sociológicas de la democracia actual «al crear una clase media» en los años sesenta del pasado siglo. Estas dos ideas que califico de impostura están muy extendidas y representan el núcleo del legado fraquista que ha calado en las mentes de muchos españoles. Expuestos al fuego simbólico y cultural de la dictadura durante casi tres generaciones, destruido todo el tejido social de la izquierda, ocupada la calle, el aula, la prensa, las instituciones y hasta la propia vida por un régimen totalitario basado en el nacional-catolicismo, con una represión que llegó a la aniquilación física de cientos de miles, los españoles, incluso los resistentes, han tenido que convivir con las explicaciones que para tanto horror el régimen desarrollo.

El franquismo sociológico lo componen las categorías explicativas de la realidad destiladas por el régimen, transmitidas por osmosis cotidiana a toda la población y que interiorizadas por ésta orientan todavía hoy parte de su conducta o impregnan su explicación de la historia colectiva. La actual batalla por la memoria se produce sobre este campo de lid: la interpretación del pasado como clave para construir el futuro. Pero uno de los problemas del franquismo sociológico consiste en que caló al conjunto de la población hasta lo más profundo: la derrota de la República fue interiorizada por muchos de los republicanos, la generación nacida en la guerra, los niños de los años cuarenta y cincuenta crecieron en un mundo basado en el holocausto de la generación de sus padres, y en la infamia permanente hacia su recuerdo; el pasado republicano y democrático fue anulado, decretado su olvido y demolidos sus restos hasta casi hacerlos desaparecer. Han tenido que pasar 70 años para levantar cabeza y que la lucha por recuperar la memoria colectiva pudiera avanzar significativamente.

Que el franquismo fuera un fascismo significaría que se le asociaría a un concepto político, a una ideología y unos regímenes que fueron abyectos y criminales, pues como abyectos y criminales han pasado a la historia y a la memoria colectiva de los pueblos europeos. No hay exoneración posible para Franco si resultase que fue fascista. La memoria de los crímenes del fascismo es parte de la identidad colectiva de los europeos, existiendo un consenso ciudadano básico en toda Europa que lo condena y hasta combate institucionalmente toda manifestación pública por el nazismo o el fascismo.

Pero el origen de la consideración negativa del fascismo como algo inherente a la identidad democrática de los europeos es algo que arranca tanto de la experiencia vivida de las dictaduras y guerras del pasado como del hecho cierto de que la victoria aliada de 1945 posibilitó educar a la ciudadanía en el recuerdo de los horrores del nazifascismo y sus crímenes. En España, la victoria de Franco en la guerra civil y los largos años de su régimen, por el contrario proscribieron esa interpretación. Sólo los ecos de la derrota nazifascista procedentes del extranjero llevaron a extender en España que esos regímenes fueron criminales y que en sus ideologías latía con claridad la guerra, el racismo y el genocidio de los diferentes. La longevidad del régimen de Franco forzó su adaptación a otros discursos y matices y hasta obras de autoría del propio dictador, como fue el guión de la película «Raza», fueron censurados y reescritos para negar el origen fascista del régimen y —si recogemos su propia autoimáge— reconvertirlo en algo «netamente español, autoritario, duro en ocasiones pero adaptado a la idiosincracia del pueblo hispano». El régimen intentó lavar sus orígenes y negar su pasado, construyendo una historia mítica de sus inicios y de las causas y motivaciones de la Guerra Civil. Una población en estado de shock, golpeada por una guerra y una represión atroz y sometida a un ferreo control ideológico mediante la escuela, el púlpito y la necesidad de sobrevivir cada cada día, acabó por creer realmente que España era diferente, que aquí no hubo fascismo sino «otra cosa» y que los nazis y fascistas italianos que vinieron a combatir a la República eran «menos nazis» o «menos fascistas» que los que combatieron en la Segunda Guerra Mundial.

Pero España no es diferente, ni existe en un mundo aislado, la historia fluyó en España por otros derroteros, eso es todo. Y los Estados Unidos apoyaron al régimen franquista a cambio de concesiones militares y económicas que vulneraron lo más básico de nuestra soberanía nacional y ayudaron a maquillar a los antiguos verdugos y formaron a sus hijos en las escuelas de negocios y las redes empresariales desde 1959, poniendo las bases ideológicas, el software, de la futura transición.

En el marco de la Guerra Fría, los Estados Unidos promovieron un frente de lucha contra el comunismo que incluyó reescribir la historia y hacer olvidar, cuando no negar, la complicidad y claudicaciones de las potencias democráticas (Francia, Inglaterra, Estados Unidos) ante el ascenso del nazismo y el fascismo. Los años de la alianza con la URSS para lograr derrotar a Hitler y el Eje fueron pasados a segundo plano y se desarrollaron planes para influir en el mundo académico, social e intelectual y extender una visión interesada y falsa: comunismo y fascismo como equivalentes. Se trataba de hacer pasar al olvido la responsabilidad de las clases dirigentes occidentales en el ascenso del nazismo, ocultar su apoyo y simpatía iniciales por los nazis y fascistas, pero sobre todo combatir el prestigio de la URSS como campeona de la lucha antifascista, pues ese prestigio era «peligroso» en el contexto de la Guerra Fría. Millones de doláres fueron gastados en reclutar escritores, académicos, intelectuales y periodistas para extender esa «homologación» entre ambas ideologías o sistemas. Nace así la relectura del término «totalitarismo» para identificar con una sola palabra a comunistas y nazis. Nombres eminentes de las ciencias sociales, H. Arendt, I. Berlin, D. Bell y muchos otros, recibieron becas, honores, invitaciones, cursos y estancias académicas en una labor de años y gran coste que lograse reinterpretar los hechos del pasado. Esto incluía redefinir muchos conceptos, olvidar unos, inventar otros, pero sobre todo, controlar el pensamiento controlando el lenguaje, los medios de masas y los sistemas de reproducción del conocimiento como las universidades.

El fascismo y el nazismo estaban grabados a fuego en la vida y las mentes de los europeos como la quintaesencia del horror y era imposible rebajar o transformar esa valoración. Se optó por reducir ambos fenómenos a la categoría de mal demoniaco absoluto y aislarlos de su contexto social de origen y de las complicidades sociales y de clase que posibilitaron la existencia de las dictaduras alemana e italiana. Según esto, Hitler actuó sólo, Mussolini fue un enajenado, si acaso la sociedad de sus naciones se vio fascinada por las imagenes y ensoñaciones y cayeron en un sueño criminal, pero en el que las clases dirigentes europeas nunca tuvieron responsabilidad alguna. Reducido a la condición de mal absoluto y autoreferente, el nazifascismo pasaba a ser una patología psiquiatrica en la que la psicología social era la clave para su explicación y no los intereses de clase y las ideologías de los poderosos que se aprovecharon de su ascenso y pretendieron utilizarles para destruir a la izquierda y, atención, a la URSS.

Si pretendieron mostrar al nazifascismo como una patología psiquiátrica, aislada de conxiones con los viejos poderes y clases, la operación de la Guerra Fría incluía dos pasos más: el segundo fue ocultar celosamente ante la opinión pública el reclutamiento y reciclaje de los antiguos nazis, fascistas y colaboracionistas que podrían ser de utilidad, y en tercer lugar, igualar a comunismo y fascismo. Si se conseguía traspasar al comunismo la carga negativa del fascismo, la batalla cultural de la Guerra Fría podría ganarse.

Si estos eran los términos de la Guerra Fría fuera de las fronteras españolas en los años cincuenta y sesenta, podremos comprender que las oportunidades y el glamour de Franco y su régimen entre sus nuevos protectores imperiales eran grandes. Sometida a una dictadura brutal, fruto de una guerra de aniquilación y con años de sangrienta represión encima, la opinión pública no contaba y estaba además inerme.

Un profesor español, Juan Linz Storch de Gracia recibió en los años cincuenta becas y ayudas para completar sus estudios en Estados Unidos. Esta colaboración académica se realizó en el marco de los planes de la CIA para su estrategia de lucha cultural e ideológica. El profesor Linz cumplió su tarea: sus escritos sobre el totalitarismo y los fascismos son hoy clásicos en las ciencias sociales y concluyente en aspectos clave. El franquismo no fue un régimen fascista según las ciencias sociales escritas al dictado de la Guerra Fría.

Si se hubiera concluido que el franquismo fue un fascismo hubiera resultado que los Estados Unidos apoyaban a un fascista y esto era algo que la lucha de propagandas en la Guerra Fría exigía una contestación. Franco y su régimen eran —así lo explicaban— un régimen «autoritario», «paternalista», nacido de una convulsión «conservadora» de la parte «sana» de la nación ante «el peligro del comunismo» al que la República abocaba a España en una hora difícil. Linz fue el primero de los científicos sociales en defender esta teoría explicativa de la historia de España reciente y de la naturaleza de su régimen. Para la oligarquía que apoyaba a Franco y para las clases sociales poderosas que se beneficiaban de su régimen tal lavado de cara fue una bendición. Tal explicación de la naturaleza del régimen fue asumida por este y transmitida de forma masiva con notable éxito. El mundo nazifascista acabó en 1945 cuando el ejército Rojo tomó Berlín y aquella parte de la historia era agua pasada, el Franquismo y cuanto representaba se adaptaron a la nueva situación y aprovecharon el apoyo norteamericano, pues el capitalismo no necesitaba de la democracia para sobrevivir y un carnicero en Madrid era mucho más útil y funcional para el juego imperial de los Estados Unidos que una España y u pueblo español soberano y dueño de sus destinos.

El régimen de Franco, fosilizado en sus instituciones y en su práctica hasta su misma muerte, vio su recambio garantizado por una curiosa mezcla de hijos de fascistas educados en las escuelas de negocios norteamericanas y alimentados en un liberalismo que no necesitaba de la democracia y era ferozmente anticomunista.

Esta conjunción entre los liberales campeones de la Guerra Fría y los cuadros del «Movimiento Nacional» fue la partera de la Transición política que basada en la desmemoria y el olvido pero, sobre todo, en la impunidad absoluta de quienes participaron de los crímenes fraquistas y se enriquecieron con su régimen, permitió superar el trauma «sucesorio» impuesto por el ciclo biológico vital del dictador.

Un Franco fascista implicaba un régimen apestado, impresentable. Para el mundo de su propia época lo fue precisamente por esa consideración, pero ua vez muerto el dictador la funcionalidad era otra y las clases dirigentes españolas, las mismas que se aprovecharon activa y directamente del dictador, precisaban salir del ostracismo de décadas y retornar al mundo civilizado. Siendo la impunidad una necesidad estructural de la Transición, detalles como la relación fundacional del régimen fraquista con el fascismo y el nazismo y su papel clave durante la guerra civil española tenían por fuerza que ser olvidados.

En realidad. después de treinta años de Transición a lo que asistimos es a que, acabada la escenificación del olvido, entra con fuerza la visión revisionista de la historia. ¿Franco fascista? ¿Nazis en España? No, por favor, no…, el legado revisionista de la Guerra Fría pasa a ocupar su lugar y se denota como algo muy práctico. Puede bastarnos con un ejemplo: el expresidente José María Aznar ha empleado en numerosas ocasiones el apelativo «fascista» como algo negativo, asociado a crimen político, violencia, terror, prácticas antidemocráticas. La palabra forma parte de su actual credo cotidiano. Pero lejos de suponer esto una prueba de conciencia democrática, el uso y empleo del término por parte de la clase política conservadora española es fruto tanto de la desmemoria como de las lecciones de factura neoconservadora procedentes del otro lado del Atlántico. Aznar ha olvidado conscientemente la imagen de su propio padre, Don Manuel Aznar, vestido con el uniforme del partido único, con su camisa azul y corbata negra, con su casaca blanca con las condecoraciones y toda la parafernalia simbólica de la letal variante hispana del fascismo. Las fototecas están ahí, no obstante, y son recuerdo notario del pasado.

Si la discusión sobre la naturaleza del franquismo y su ser o no fascista está llena de ideología, ¿puede imaginarse acaso un acercamiento técnico, más objetivo a la cuestión?

¿Qué nos dice la sociología, la ciencia política, las ciencias sociales, sobre el fascismo y sus encuentros/desencuentros con el franquismo?

Linz empleo años, esfuerzo y muchas páginas para separar el franquismo de los fascismos. Ya vemos en qué contexto y como resultado de qué clima.

El fascismo como epifenómeno, esto es, como realidad geográfica y temporalmente localizada, está perfectamente definido. El Diccionario de la Academia lo hace sucintamente: «Fascismo: Movimiento político y social de carácter totalitario que se produjo en Italia, por iniciativa de Benito Mussolini, después de la Primera Guerra Mundial.», en su primera acepción y en su segunda como la «Doctrina de este partido italiano y de las similares en otros países.»

Entiéndese por fascismo, ciertamente, un fenómeno social surgido en Italia en los años inmediatos a la primera guerra mundial y que se hace con el control del país, liquidando el sistema constitucional desde arriba y desde dentro de las instituciones. Como Credo Político, el fascismo no poseía un corpus estricto, es más, sus fundadores reclamaban su singularidad por no tenerlo y poder así habitar en la contradicción permanente.

El fascismo hemos de describirlo a partir de su práctica, desde sus discursos, desde su conducta, a partir de la cual podemos deducir su sistema de valores.

Variante irracional de la modernidad, reacción contra ella, el fascismo constituye uno de los más depurados monstruos generados en el interior de la sociedad burguesa del siglo XX. Si los valores son los que orientan las conductas, observando éstas podrémos conocer aquellos.

El fascismo niega los valores universales de libertad, igualdad y fraternidad. Niega que haya valores universales para todos los seres humanos y establece categorías entre ellos, algunos, sencillamente, son despojados de su misma humanidad. Es profundamente antidemocrático y hace del antiliberalismo una bandera. La fuerza, la voluntad, la violencia, lo mas primario y básico del ser humano, sus emociones mas primitivas son valoradas por el fascismo: es contradictorio y orgulloso de serlo. Para el fascismo, la idea de que la educación es la clave del progreso humano y de que los seres humanos no están determinados por nacimiento, es un horror. Educación, libre pensamiento, igualdad, universalidad, son objetivos a ser destruidos.

El epifenómeno fascista tuvo esos atributos y otros, pero desapareció como forma de estado capaz de orientar el futuro del mundo con la derrota alemana en 1944-45. Dejó de existir el estado fascista y su recuerdo, decíamos, evoca crímenes, abusos, genocidio, em toda Europa-

Si nos ponemos puristas con la interpretación técnica del fascismo, podremos concluir que el nazismo no fue lo mismo que que el fascismo. Incluso el propio Mussolini tampoco fue completamente fascista: mantuvo la dinastía de Saboya, acabó por pactar con el Vaticano y hasta con las clases parasitarias y atrasadas de la Italia de los años veinte y treinta. Mussolini hubiese sido coherentemente fascista sólo durante los meses de la República Social Italiana basada en Saló (Italia del Norte) y, quizá, poco más.

Hay que tener cuidado con los razonamientos pretendidamente técnicos. El franquismo no fue «el fascismo», algo exclusivamente italiano, pero ¿fue «un fascismo»? Es decir, ¿constituye el fascismo una categoría política? La respuesta a esta última pregunta es claramente sí. El fascismo como fenómeno sociológico, las manifestaciones sociopolíticas del fascismo son reconocibles como un proceso y una práctica con efectos y funcionalidades concretas dentro de la estructura social de una nación sumida en un avatar de este tipo.

El fascismo como tal surgió en la Italia de los años veinte como resultado de una crisis moral y social muy profunda nacida de las contradicciones de la Gran Guerra. Educados en los valores burgueses, embrutecidos en las trincheras por una carnicería sin sentido, muchos veteranos se sintieron completamente desplazados de su vida de origen y de la sociedad que les envío a morir. Se abrió paso un odio profundo hacia la izquierda que negaba los valores patrios por los que habían luchado y muerto en masa y también hacia las oligarquias económicas y los poderes tradicionales a los que tachaban de corruptos y débiles. El fascismo nace de esas contradicciones y muy pronto las clases dirigentes creyeron poder emplear a aquella escoria resentida como fuerza de choque contra la izquierda y frenar cualquier peligro a sus intereses en los convulsos años posteriores a 1918. En el caso alemán, las hienas acabaron por devorar a quienes creyeron poder emplearlas a su servicio. En Italia la situación fue distinta, el fascismo creció y creció tras ser invitado a ocupar el gobierno del estado, llegando a inundar por completo la sociedad. El término «totalitarismo» surgió como un epíteto descriptivo de su discurso y su práctica y aunque el neologismo procede de un socialista italiano, complació a Mussolini y a los otros dictadores que llegaron a emplearlo ufanos y sin temor alguno, algo que contradice los esfuerzos de la Guerra Fría por reescribir la historia. En Italia, decíamos, el fascismo pareció llegar a una simbiosis con los poderes tradicionales y su dominación y ascenso se iba logrando por expansión cuasigaseosa, es decir, ocupando todos los espacios sociales, sin dejar un sólo espacio libre, sin ocupar. No devoró al poder tradicional, no. En Italia lo que ocurrió fue, que el fascismo en el poder, llevó al Estado italiano a participar en una guerra mundial total en la que la derrota sería también total. Puso en peligro al estado tradicional, a las clases dirigentes tradicionales, al asumir el peligro y riesgo de una contienda mundial vista como inútil e injusticada por todos salvo, quizás por el mismo Mussolini. El fascismo como aventurerismo y como aventura arriesgada, tuvo en la historia italiana su epítome. En el caso alemán, el fascismo muestra el peligro del aventurero fanático que lleva el poder, el terror y el sectarismo al extremo, hasta el punto de causar la mayor catástrofe de la historia humana hasta la fecha.

¿Y en España?

A diferencia de otras naciones, en España se instaura un régimen fascista, pues fascista fue su discurso, su apariencia, su estilo y hasta la estructura de su estado, como rsultado de un golpe y una guerra. El golpe contra la República constitucional de 1931 no surgió como un golpe fascista, pues el fascismo español ideológicamente identificable como tal era extraordinariamente débil y no llegó a ser un fenómeno de masas. Fueron militares de ideología reaccionaria, nacional-católica y marcadamente antiliberales y antidemocráticos los que diseñaron un golpe de estado genocida. En ese objetivo, la actuación de los escuadristas fascista tuvo un cometido escueto; en un principio, se les precisó como verdugos vocacionales; en un segundo momento, como carne de cañon en los frentes de batalla y, finalmente, muerto su fundador, el militar que acabó asumiendo los poderes únicos entre los sublevados utilizó los recursos dramáticos del fascismo europeo en su variante española para dotar al teatro del nuevo estado «nacional» de música, letra y atrezzos diversos.

En España, a diferencia de Italia y Alemania, el fascismo y los fascistas estuvieron siempre bajo control del movimiento reaccionario , es decir el viejo sueño de los generales alemanes, o de la monarquía italiana y sus apoyos oligárquicos tradicionales. Fue un fascismo real a la vez que teatral y de quita y pon, que perduró en su tramoya externa hasta 1976, es decir, casi 30 años después de 1945 y la derrota del Eje. Pero estas características históricas no deben hacer olvidar algo terrible. La variante hispana del fascismo, el régimen franquista, gran crisol de reaccionarios católicos, monarquicos tradicionalistas, fascistas estéticos y verdugos vocacionales, fue mucho más letal y mortífero que el original fascismo italiano. En España, el fascismo franquista se instauró mediante un espantoso baño de sangre y construyó la legitimidad de su régimen a través del terror, el trauma de la guerra de la guerra y la represión y la aniquilación de la memoria. Si decir fascismo en Europa es decir muerte, dictadura y represión, decir franquismo es su sinónimo. Sólo la suerte histórica del franquismo, vencedor en su guerra fundacional gracias a la ayuda nazi-fascista, y superviviente con éxito en la Guerra Fría merced a los Estados Unidos, ha llevado a pretender separarlo de sus regímenes homólogos de Hitler y Mussolini, que fueron sus contemporáneos, en los que se inspiró y a los que superó en crueldad para con su propio pueblo, pues para instaurarse tuvo que provocar y mantener una guerra de aniquilación.

El franquismo fue un fascismo funcional. Funcionó como tal, adoptó sus formas y su discurso, sirvió bien a las clases dirigentes aniquilando toda oposición y destruyendo la democracia. En el caso español, el fascismo se hibridó con el catolicismo más reaccionario, la seña de identidad de la comunidad hispana a juicio de los militares golpistas y del propio pensamiento de Primo de Ribera. La variante española del totalitarismo se construyó con una doble cara simultánea: nacional-catolicismo como cemento ideológico de la dictadura y estética fascista. Sólo la herencia de la Guerra Fría que se resiste a desaparecer en la actualidad, mantiene la confusión sobre la naturaleza del franquismo, al que podemos considerar sin equivocarnos como un fascismo…

http://dedona.wordpress.com/2010/07/21/%C2%BFfue-el-franquismo-un-fascismo-pedro-a-garcia-bilbao/